ENRAIZARSE AL AIRE
Qué decirle a un jardín
Si es que hay algo que decirle
Si no simplemente demostrarle
que hay esfuerzos por contenerle
Momento para observar las pequeñas ideas que crecen sin forma, sin orden y sin guía, y trepan y alcanzan (no sé qué alcanzan) y pareciera que entienden su sentido en el seguir creciendo, aunque no sepa a dónde van. Empatizo con ellas porque la mayoría del tiempo, yo tampoco tengo idea pero acá sigo.
Dicen que cuando las tormentas llegan, son más fuertes las palmeras que los robles, y claro que las plantas tropicales saben sobre flexibilidad, y yo, trato de callar para contemplar, oírles y entendernos. Me deshojo los brotes que se han deshidratado y me quitan energía, limpio mis hojas cuando el polvo no las deja relucir. Nos podo y, de vez en cuando, muevo la tierra para crecer, aunque me de terror tocar las raíces.
Reposamos para retoñar,
encontramos sorpresas que no recuerdo haber sembrado pero me alegra verles,
ahí, chiquitas y capaces de desbordarse y caer de la jardinera si dejo de
prestarles atención. Se entretejen unas con otras en un camino enmarañado que
al desenredar llega a mi mente. Revisión
clínica mutua y constante, sin darnos de alta uno al otro. El jardín, metáfora
de vida incontenible que me confronta como espejo, me atiene a la espera y
entiendo que nadie gana nada de esta relación, más que él y yo.
Entre la rapidez que corre para demostrarnos que existe, el jardín y yo pasamos los días entre sol y sombra, su frescura. Me cobija y le cobijo. No nos damos calor, sino que aliviamos los fuegos mutuos. Aquí nadie esconde nada bajo la alfombra porque las raíces, entre la humedad y la sombra, crecen silenciosas, salvajes y sin detenerse. Como es adentro, es afuera.
Dea López